Las tejedoras del árbol de la vida

Diana Laura Fercano Pérez tiene entre sus manos el cuaderno de los símbolos de los huipiles. Una libreta con hojas amarillentas de donde surgen las flores de los telares, el árbol de la vida, un racimo de dalias geométricas. Traza primero con su imaginación los cielos extendidos que cobrarán fuerza en los textiles chinantecos que junto a su familia crea, y a veces vende.

Cuenta. Marca. Raya la hoja. Tiene 28 años y más de una década que se sumerge en las insignias con ritmo frenético hacía de los tsa ju jmí, como se autonombran los chinantecos y significa “gente de la palabra antigua”. Cree que en el hilo vela con el que se bordan las telas hay un misterio ceñido, un legado que puede trascender la punta del cerro escarpado donde vive en el municipio de Valle Nacional, en el alto Papaloapan de Oaxaca, aislada de alguna forma del mercado que ella cree ha contaminado las tradiciones con los plagios y su industria que maquila.

En el alto Papaloapan de Oaxaca hay una comunidad en la montaña con mayoría de mujeres dedicadas al tejido y bordado de huipiles chinantecos basados en un cuaderno de símbolos por cuatro generaciones. Se resisten a ingresar al mercado contaminado de plagios y maquila, para ellas el huipil representa los misterios de la tierra.

De la tinta roja y negra mezclada emergen escarabajos, coralillos, tulipanes, ramas de tabaco entre las cuadriculas del cuadernillo. Es una libreta de secretos desde donde las manos de su madre Minerva, su abuela Elena, su tía Hermelinda, su hija Nilda, le han dado vida por cuatro generaciones a las costuras de telas sin cortes, ni alforza. Sus huipiles son tejidos íntimos, en ellos hilan el agua, la noche, la muerte. Su familia ha preferido la independencia de la montaña, a los negocios y mafias que afirma, hacen los gobiernos municipales con la cultura.

“Nos compran huipiles para llevarlos a exponer a varios lugares de Oaxaca, pero no nos venden nada, nos lo devuelven, sólo copian nuestras figuras, nuestras flores, luego dicen que son sus diseños, los graban, pero nosotras le ponemos truco a los hilos, los conocemos desde hace mucho, por eso sabemos que es el nuestro, por eso no nos llama el gobierno de Valle Nacional”, dice Diana Laura, que ha preferido comercializar los huipiles de su familia por cuenta propia, entre amigas, entre maestras, de boca en boca.

Mujeres del café oro

Rancho Montalvo es un pequeño enclave de treinta personas, casi todos familiares, fundado en 1935, ubicado a 62 kilómetros de Tuxtepec. La mayoría descendiente del municipio de San Felipe Usila que llegaron caminando bordeando laderas de cerros y manantiales, y otros se desprendieron del ejido de Rancho Grande, una agencia municipal de Valle Nacional que no los reconoció hasta el año 2008 por que sólo eran siete familias.

El pequeño poblado está constituido principalmente por mujeres, que antes de hilar y bordar, siembran maíz, cilantro y chile. Y mientras los hombres cuidan el campo o hacen faenas, ellas secan el café al sol, esperan a que se su grano se haga una perla para tostarlo, lo majan, lo trituran en un molino de cacao viejo y gigante que está dentro de la casa donde vive Diana, junto a su madre y su hija. Luego entre todas las mujeres venden el café oro en los pueblos vecinos a 200 pesos el kilo.

Minerva, el mundo es un árbol rojo

Minerva Pérez Ángel tiene 48 años. Tuvo 5 hijos, 4 mujeres, incluida Diana que se dedican también al bordado y un hijo varón que hace junto a su padre labores del campo. Los gestos de Minerva son amables, su voz es dulce y pausada. Nos abre la puerta de su casa con una sonrisa.

“Aquí en la montaña no hay calor como allá abajo”, dice. Señala con la mirada los desfiladeros de Rancho Montalvo, donde al pie de su iglesia puede verse a lo lejos las aguas de la presa Cerro de Oro, y en la tierra del patio hay pollos en jaulas tomando agua entre algo de bruma.

En la casa de Minerva hay guayaberas de manta colgando, un altar con todas las vírgenes y cuadros de sus hijas con ángeles de la guarda detrás. Su casa huele profundamente a café y a caldo de pollo. Nos muestra el mundo que ha visto desde niña y hablan de ella su cuerpo y su casa: colmillos de tigre, huesos de iguana, un perro de monte carnívoro y disecado colgando del centro de su sala, árboles de la vida intensos y rojos por todas partes.

Nos muestra huipiles, uno tras otro: blusas, camisas, vestidos completos, arte a montones dentro de paredes de tablones de madera roída. Extiende los ajuares más preciados que hizo con sus manos mientras su nieta Nilda Selena, de cuatro años, hija de Diana, corre por la casa con los telares chicos sujetos al pecho con sus brazos pequeños.

“Cuando entre todas hacemos un huipil es más rápido, cuando lo hace una sola de nosotras nos tardamos hasta un año en una pieza de bordado tupido. La gente quiere pagar todo barato, quieren pagar el hilo que cuesta 140 pesos la madeja, pero no les importa el sacrificio o el tiempo de trabajo”, relata. Minerva empezó a hacer telares y huipiles en 1992, aprendió de su suegra Elena Norberto Pérez, y su cuñada Hermelinda Fercano Norberto. Su madre murió cuando ella nació y creció con su abuela Josefina Avendaño, una chinanteca sonriente que no hablaba español , originaria de San Antonio Analco, en Usila, que también bordaba el mundo en su ropa de día.

Hermelinda, enseñar para cosechar

Hermelinda Fercano Norberto tiene 64 años. Vive con su padre Emiliano al lado de la casa de Minerva y Diana. El abuelo Fercano tiene 99 años y desde una habitación de mediagua mira cómo del café de la cocina contigua se desprende la ceniza. La casa de Hermelinda está conectada con el resto de la familia por un corredor de piso con tierra donde hay machetes, mesas de madera y plantas silvestres.

“ Nosotros enseñamos a nuestras hijas, a nuestras sobrinas, esto es una herencia, una raíz y verlas defenderlo nos hace sentir que estamos cosechando algo”, comenta orgullosa.

Dice que los hombres apoyan solamente en separar el hilo, porque el madejado que se hace con malacate y con espejes sólo es cosa de mujeres. Hermelinda aprendió a tejer y bordar cuando tenía 15 años. Su mamá Elena Norberto le decía que cuando una mujer bordada o hilaba creaba un pedazo de mundo, y que nadie debía molestar ese proceso. Si alguien veía los signos se enredaban los hilos, porque la vista calentaba la tela, pero cuando más se amarraba el tejido es cuando se acercaban los hombres. “Las mujeres hacemos esto para nosotras, para representar el mundo, si el hombre ve el telar ya no sirve, debemos suspender el trabajo”, insiste.

Huipiles con colores parecidos al cielo

Las mujeres de Rancho Montalvo coinciden en que la tela más cara es la negra. Un vestido de gala de telar empatado que llevan triángulos es sólo para muchachas y el del “árbol desparramado”, cuyo grabado es utilizado por las niñas hasta su primera menstruación.

“El Huipil negro vale entre 14 y 15 mil pesos, se vende más durante el mes de noviembre, pero el más vendido es el blanco durante los tiempos de la virgencita”, comenta Hermelinda Fercano.

Minerva Pérez muestra fotos de mujeres ancianas portando huipiles de colores más tenues cargados de elementos. “A las mujeres de la ciudad le gustan los colores intensos, pero antes las abuelas, la gente antigua, prefería los colores tenues parecidos al cielo”, cuenta.

En todos los huipiles de las mujeres de Rancho Montalvo hay árboles rojos en las telas atravesando el ombligo hasta el pecho, son como lienzos finos con el corazón saliéndose: el árbol del compromiso; el árbol de la primavera; el árbol del matrimonio; el árbol de la cosecha; el árbol desparramado; el árbol escarabajo; el árbol de las tres regiones, mantras de mujeres chinantecas conectando con la tierra.